(Segundo premio en el concurso de relatos sobre igualdad de género de Cascante)
No es fácil ser rebelde en un pueblo pequeño. Allí donde
todo se sabe, llamar la atención, no es lo más conveniente. Pero nunca lo pude
remediar. Desde muy joven intenté cambiar lo que no me parecía justo. Los
diálogos con mi madre eran frecuentes. Ella me comprendía a medias. Le gustaban
unas cosas que reivindicaba pero no tanto otras. Yo siempre lo vi claro. Las
diferencias entre género siempre estuvieron presentes. En la escuela chicos a
un lado y chicas a otro. En las cuadrillas también. Siempre me pareció absurdo.
También la vida que me proponían. Cuando mi padre, taxista de profesión, tuvo
que dejar de conducir y yo elegí seguir su camino el revuelo a mí
alrededor fue mayúsculo. Hasta se dudaba de mi sexualidad. Más vale que a los
meses conocí a mi pareja y esto acalló los rumores que se estaban
expandiendo por todo el pueblo. El simplismo elevado a la máxima potencia.
A consecuencia de ello en ocasiones creía ver a mi madre
sufrir. Aunque me entendía supongo que en el fondo a ella le hubiese resultado
más cómodo que su hija vistiese, o se peinase, de una manera más normal. O que
tuviera una profesión más frecuente entre mujeres. Los tiempos cambian sí,
pero, para ella, demasiado en tan poco tiempo. Mi madre que no había salido
casi del pueblo no podía llegar a entender ciertas cosas.
Las habladurías de mucha gente, que solamente son felices
hablando mal del resto, no ayudaban.
—¿Sabes lo que van diciendo de ti? —me preguntaba
cíclicamente.
—Ni lo sé, ni me importa —le respondía yo con contundencia.
Y era cierto. Hacía ya muchos años que había decidido que no
me importaba nada de lo que de mí dijesen.
Bromas pesadas e incluso aquella vez que unos niñatos no se
quisieron subir al taxi, al ver que era una mujer la que lo conducía, no
lograron amilanarme, pero se quedaban incrustadas dentro de mi corazón y sobre
todo, del de mi madre.
Fui notando como se apagaba poco a poco. Cada vez se
refugiaba más en casa. Como si tuviese miedo. Aunque ella decía que era por
pasar más tiempo con mi padre, cuya enfermedad se había agravado, yo intuía que
no era la única razón Y a mí me enervaba. ¿Acaso era malo el tener trabajo y
reivindicar un mundo más justo?
Poco a poco nuestra relación se fue resquebrajando. Mis
ímpetus revolucionarios no se acallaban con la edad y mi madre se desesperaba
al ver que lo mío no era una adolescencia difícil sino una forma de vida.
Nuestra relación pasó a ser fría. Ciertos temas empezaron a
ser tabú, ya que ambas sabíamos que si los tratábamos, la conversación se iba a
tornar en discusión una vez más.
Ayer recibí una llamada. Mi madre se encontraba en el hospital.
Acudí dejándolo todo y la vi llena de tubos mientras recibía los abrazos, más
necesarios que nunca, de mi gente. Mientras ella se debatía entre la vida y la
muerte una conversación con mi tía me ha hecho llorar mucho más aún. Me decía
que mi madre siempre me defendió en todas y cada una de las conversaciones que
mantenía en el pueblo. Las dudas y reproches continuos que me demostraba
siempre se quedaron en casa. Fuera de ella nunca dejó que nadie hablase mal de
mí, o por lo menos, no sin defenderme a capa y espada. Y eso me ha hecho
desmoronarme. Enterarme de todo ello cuando quizá ya no pueda volver a hablarle
para darle las gracias.
Ahora solo quiero que te despiertes. Necesito que lo hagas.
Aunque solamente sea para darte un abrazo y decirte lo mucho que te quiero y lo
orgullosa que me siento de ti.
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